Se subió a la silla con esfuerzo, colocando primero sus manos sobre el asiento tomó impulso, se estiró la melena hacia los lados con las palmas casi negras de jugar en el suelo. Dos ojos como el carbón me miraron implacables. Asaltó la barrera de cachivaches que se extendían en aquella larguísima exposición. Yo estiré la mano como el día anterior y esta vez me enganchó de un dedo con sorprendente firmeza.
-¿No podrías darme tu darme algo de dinerillo? - me apretó. La miré inquieta:
-No, no puedo-, su voz me recordaba muchísimo a la gente que antes solía pedir de puerta en puerta.
-¿No podrías darme sólo un poco de dinerillo?- me insistió con esa mirada de grito. Y de debajo de la mesa salió otra cabecita menuda, con cierto parecido, el pelo largo y los ojos rotos al saber los ojos de su amiga.
-¡Manuela- le dijo- calla ya, por favor!-, un brazo menudo le ayudó a bajarse. Vi en la más grande una mirada de fiera herida que defendía con un rictus de temprana amargura a la que consideraba una niña, cuando apenas dos centímetros las distanciaban como medida.
No se trata de un cuento de Dikens, aquí también hay gente que pasa necesidad, que ha perdido su casa o que nunca podrá tenerla, qué no tiene para dar a comer a sus hijos, o no cuenta con capacidad mental suficiente para mantenerlos a su cargo, y sin embargo los conserva consigo.
Algunos de los pequeños no disponen de recursos materiales y otros carecen de atención; les están malcriando consentidos, les cuidan extraños.
¿No se merecen algo mejor?